He salido de trabajar corriendo, como siempre. He atravesado el nudo de Manoteras a toda prisa, deseando llegar a la parada del bus, por si había suerte y conseguía coger el tren de menos diez. Enfurruñada, he subido al de y veinte, media hora más tarde, pensando que a esas horas ya casi podría haber estado en casa.
(Levanto la vista mientras escribo esto y veo un atardecer oscuro, precioso, sobre los encinares de El Pardo, con Venus en el cielo, dejando pequeñas las luces de la ciudad.)
He subido al tren y me he sentado. Frente a mí, una mujer se había quedado dormida y, cabeceando, estaba a punto de caer al pasillo. Me he inclinado hacia ella tocándola suavemente en el brazo para no asustarla. "Se va a caer...". Ha despertado y me ha mirado, desorientada. Era una mirada tremendamente triste. Ha preguntado dónde estábamos. "Ramón y Cajal", ha contestado mi compañero de asiento. Al llegar a Pitis ella se ha levantado. Con su cara triste, sus ojos idos, me ha sonreído; le faltaban dientes. "Gracias señorita". Me ha acariciado la mejilla despacio, con ternura. Aún siento esa caricia, y el nudo en la garganta al saber que esos ojos azules, tan tristes, bajaban del tren buscando algo que ponerse.
Al ver su piel, su mirada, me he dado cuenta de que era drogadicta, y he sentido una punzada de rechazo que me avergüenza.
Más aún después del gesto de ella.
Qué preciosa caricia.
Qué bonita ella al darla.
Y qué triste.
Qué vergüenza.
Y qué pena.
Gracias por la lección y por dejarme la sonrisa en la cara mientras te miraba acariciarme.
(Levanto la vista mientras escribo esto y veo un atardecer oscuro, precioso, sobre los encinares de El Pardo, con Venus en el cielo, dejando pequeñas las luces de la ciudad.)
He subido al tren y me he sentado. Frente a mí, una mujer se había quedado dormida y, cabeceando, estaba a punto de caer al pasillo. Me he inclinado hacia ella tocándola suavemente en el brazo para no asustarla. "Se va a caer...". Ha despertado y me ha mirado, desorientada. Era una mirada tremendamente triste. Ha preguntado dónde estábamos. "Ramón y Cajal", ha contestado mi compañero de asiento. Al llegar a Pitis ella se ha levantado. Con su cara triste, sus ojos idos, me ha sonreído; le faltaban dientes. "Gracias señorita". Me ha acariciado la mejilla despacio, con ternura. Aún siento esa caricia, y el nudo en la garganta al saber que esos ojos azules, tan tristes, bajaban del tren buscando algo que ponerse.
Al ver su piel, su mirada, me he dado cuenta de que era drogadicta, y he sentido una punzada de rechazo que me avergüenza.
Más aún después del gesto de ella.
Qué preciosa caricia.
Qué bonita ella al darla.
Y qué triste.
Qué vergüenza.
Y qué pena.
Gracias por la lección y por dejarme la sonrisa en la cara mientras te miraba acariciarme.