9.08.2007


De tarde en tarde se sienta ante el blanco y negro. Obvia los colores que rodean la estancia. Sólo se sienta y mira.

Pasa el dedo por la madera, bajo las teclas. Ahí suelen quedarse atrapadas algunas huellas de dedos, les delata la grasa de las manos que se queda pegada. Nunca ha soportado esas manchas, como si estuvieran profanando una pureza necesaria antes de comenzar a tocar. Pasa el dedo despacio y apretando, limpiando a conciencia. Todo debe quedar negro de nuevo antes de que se haga la luz a través del sonido.

Las teclas. Blanco y negro. Alguna pelusa o mota de polvo se posa, inevitable, mientras domina el silencio. Después sigue el mismo ritual que con la grasa de los dedos: acaricia las teclas una a una en un gesto rápido, casi sin que se note, para dejarlas puras. Superstición quizá: alguna vez echó la culpa de sus fallos a esas molestias que se interponían entre la música y las sensibles yemas de sus dedos. Una excusa como otra cualquiera, menos en su cabeza.

Una vez limpio el piano, se queda mirándolo. Lo acaricia casi con dulzura, pensando algo que quedará olvidado. Al cabo de unos minutos se levanta, sin hacer ruido. Cierra la tapa y, sin haber pulsado una sola nota, se aleja.





3 comentarios:

Anónimo dijo...

Ójala yo también tuviese un piano de verdad, es uno de mis sueños.

.María. dijo...

Pitiplím, pitiplín, tontontonton, chis pum chis pum, tilín, mooocc..
Te estoy haciendo la orquesta, anda márcate unas teclas, chavala.
Un besazo !!!

Patricia dijo...

Échale un ojo al siguiente post, que ya verás cómo estoy en ello ;)

Besitos!