9.10.2007

Las seis de la mañana.

Suena el despertador y yo, como un autómata, me incorporo en la cama. Rasco a mi gato, que se pone panza arriba a modo de saludo (un "buenos días" que es más de lo que mucha gente haría por su compañero de cama). Hay veces que ni lavándome la cara me espabilo, que no hay choque con la realidad fría del agua que pueda hacerme aterrizar. Hoy es un día de esos.

Entre artes de vestimenta y desayuno abro la puerta de la calle, de forma casual, para ver qué temperatura hace. Todo está en silencio, un silencio extraño. Al principio no te das cuenta, sólo percibes que hay algo diferente en la mañana. Quizá ese sí haya sido mi primer choque con la realidad de hoy. Vuelvo a entrar a casa, termino de prepararme y, finalmente, salgo. Persiste el mismo silencio. A lo lejos, veo un relámpago en un cielo encapotado cuando aún es de noche. Pero no hay trueno después.

Tampoco hace mucho frío; a pesar de verse alguna estrella, las nubes hacen de velo. Tengo la sensación de que quizá se haya parado el mundo.

Tras unos minutos de coche durante los que mi mente empieza a repasar las primeras recriminaciones del día, llego a la estación de tren. Aparco el coche y me dirijo al andén dos, caminando despacio por esa pasarela infinita. Silencio y agua. Todo huele a agua. Es como si estuviera sentada en una piedra en el Rubioso, como metida en el caudal de un río. Huele a agua de forma invasiva, y eso me hace feliz. De repente me doy cuenta de que el silencio que lo cubre todo es porque hoy no canta ningún pájaro. Deben estar entre asustados y dormidos por la tormenta que se avecina. Todo esto lo pienso mientras en cada respiración robo aire y agua de la más profunda manera que mis pulmones dan para hacerlo. Agua. Aire. Silencio. Tormenta. Y tan feliz porque no exista nada más en ese instante.

No anuncian el tren por megafonía. No suenan las vías mientras éste se aproxima. Simplemente, llega. Abro la puerta, entro, y un olor ácido, a vómito recién limpiado, a lejía en agua sucia, me golpea la cara. Es un olor asqueroso, lo intento expulsar de mi nariz, pero no puedo. No puedo. Invade mi mañana borrando el agua y el silencio. Suena el pitido brutal de las puertas cerrándose. Golpe de realidad: bajo a Madrid.

Nada más sentarme busco lápiz y papel para alejarme del viaje que no quiero. Para escribir que una mañana el agua me despertó acariciándome la cara en silencio.

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Sigo en el tren. Estoy a punto de llegar a Chamartín. Llueve. llueve. Llueve. Me voy a empapar de camino a Plaza de Castilla, pero no se me cae la sonrisa de la cara. Llueve. Hoy no me pongo los cascos: quiero escuchar las gotas caer.

Qué hermosa venganza contra una ciudad: llueve.

1 comentario:

.María. dijo...

Pues chica, yo no sé qué alegría con la lluvia... Yo ando rezando por que este mes no caiga ni una gota para no jorobarme el cambio de casa o la compra en Ikea...
Suena bien el conciertillo, con gotitas mucho más original, pero pocas, eh?

Muchos besos !!!