11.12.2007



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Algo, de repente, se rompió. En sólo un momento quedó claro que lo realmente importante era beberse un segundo tras otro, hacer cada instante tan intenso que doliera la vida. Sin remordimientos. Sin culpa ni miedo a volar.

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Apenas había luz en el cuarto. La tarde iba muriendo irremisiblemente, aunque sin prisa, sin dolor. Ella se paseaba desnuda, tranquila, prendiendo una vela en cada esquina del suelo, que crujía al paso de su peso ligero. El aire, templado, olía a madera de árbol joven. En el centro de la habitación había una cama, y en ella, un hombre joven, atado, con los ojos vendados, esperaba.

Privado de movimiento y de luz, las sensaciones se intensifican. Cada poro de piel está alerta esperando un estímulo. De repente, un dolor pequeño, intenso, caliente, cae en círculo bajo su garganta: una gota de cera. Respira hondo, más rápido de lo habitual. Es algo que no esperaba. Acto seguido, cuatro gotas de agua helada golpean su pezón izquierdo, indefenso. Un contraste diminuto y brutal que pone al límite la tensión de su piel. Abre la boca involuntariamente, dejando escapar un gemido.

Ahora un consuelo: dos labios suaves le reconfortan con calor húmedo, besando y lamiendo despacio la zona herida por el agua. No poder moverse es ahora más castigo que antes, pero al menos sonríe. Sólo es consciente de esa caricia que le regala una boca que no ve, que succiona cada vez con más intensidad. De repente, la yema de un dedo: apenas le roza la piel, acariciando desde la cadera, subiendo hacia el pecho, hasta el cuello. Como si fueran plumas, se unen en la caricia el resto de los dedos. Y a esta sensación liviana, a la humedad que ataca intensa sobre el corazón, se une todo un cuerpo. Ella se pega a él, le regala todo el calor y la humedad que desprende. Se desliza. Él sigue sin ver nada, pero es consciente de todo el cuerpo de ella, que ahora le acaricia apenas con el pelo, haciéndolo bailar despacio sobre su pecho. Su boca abandona el pezón, que queda erizado por el repentino frío, y comienza a descender, poco a poco, por el vientre. La lengua se entretiene en el ombligo, afilada, ahondando en él, despertando en su interior descargas que no había sentido antes. La excitación va creciendo más y más. Ella sonríe; él lo nota, por los labios pegados a su piel. Los besos siguen bajando hasta que llegan a la dura suavidad de su sexo. Una mano pequeña, desde abajo, le cobija, apretando con cuidado. La lengua teje un traje húmedo, con calma. Va lamiendo al principio sólo con la punta, desde la base, en espiral, hasta llegar a la cima. Es difícil aguantar atado así, pero no hay más opción...

La mano aprieta, suavemente, mientras la lengua continúa explorando. Ahora extiende en círculos, el líquido que sale de él, apretando, entrando ligeramente. Los labios le aprietan mientras pequeños toques con la punta de la lengua le hacen levantar la cadera a impulsos. En uno de ellos, ella le abraza con la boca, profunda, cálida y húmeda. Él deja escapar el aire y la voz, sin darse cuenta. Se mueve dentro de ella, que aprieta, sube, desciende, lame...

Cuanto más le posee, más desea él poseerla. Ella le abandona por un momento, le observa: la respiración agitada, la boca entreabierta, la cadera impulsándose hacia ella, su erección dura y brillante...

Él no ve, sólo siente. Necesita volcarse, está perdido. Y de repente, por sorpresa, siente que la penetra hasta el fondo. Da un grito largo, de placer prolongado e inesperado. Comienza a moverse con energía, a pesar de sus ataduras, mientras ella se acopla a sus movimientos, más rápido, más profundo, más fuerte...

... hasta que en un último abrazo se vuelcan el uno en el otro. Y así quedan, relajados y ausentes en el tiempo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me ha encantado.