8.16.2009

Tomaba el sol en el jardín de una piscina enorme de una urbanización privada. Mantenía los ojos cerrados aguantando con placer cada gota de sudor que el calor, intenso, le producía. El verano se deslizaba cuesta abajo hacia su fin, justo cuando ella empezaba el suyo. Un olor femenino voló hasta su toalla. Olía dulce y ligero, y pensó en su propio olor: a madera, según los amigos (y amiga) más cercanos. El placer por esto fue mayor que el del sol sobre su piel.

Se reencontraba. Hacía las paces consigo misma. Comenzaba, por primera vez en más de quince años, a gustar de su propio ser.


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