6.07.2008


Hacia arriba, hacia abajo, coge el coche ("joder con la gasolina, cómo chupa.."), suéltalo, vuelve a cogerlo, no entregamos a tiempo, hoy tampoco llego a comer a casa, ¿quedamos para cenar este sábado? ¿quedamos para bailar este viernes? ¿para grabar una mañana? ¿para acompañar la viola una tarde? Necesito dormir, una siesta pequeña aunque sea...

Viernes por la tarde. Llego a casa después de haber comido medio bocadillo y poco más en el coche. Esta tarde es la entrega de premios Hazen a las distintas categorías de alumnos, de distintos centros, que han participado en él. Toca Sonia. Ha ganado en una de las categorías, y con 11 añitos va a tocar en el Auditorio Nacional. Estoy orgullosa como un pavo, igual que sus padres, Alvaro y Carmeli, y su (mi) profesora, Laura. Pero tan cansada que no sé si podré coger de nuevo el coche para bajar a escucharla.

Me despierta de la siesta el móvil (una señal). Tengo mal cuerpo, el estómago revuelto. Pero pocas veces pasa algo así, y además, puedo ver a los profesores que más me han marcado y que, quizá, me dén la pista adecuada para volver a ponerme al piano sin sentir angustia.

Así que me visto en cinco minutos y bajo.

Llegando a la zona para aparcar, frente al teatro, me encuentro al elegante de Alvaro. Le pito y le sonrío. Bajo la ventanilla y mete su enorme corpachón por ella; estiro el brazo, lo besa; "¡te veo ahora mismo, Patri!". Termino de aparcar y voy contenta hacia el auditorio, tan campante, contenta en mi burbuja de música.

Llego y veo a Carmeli, toda guapa, con sus ojos impresionantemente azules. Está preocupada por no repartir las entradas correctamente. Alvaro y yo subimos al camerino, a ver a la enana. Está tan tranquila, guapísima con su pantalón negro y blusa roja, bailoteando alrededor del piano como niña de 11 años que es. Se permite vacilarme con lo retaco que soy yo (ella será muy alta) y nos reímos un rato. Al poco tiempo, salimos y no tardamos en entrar al patio de butacas.

La sala está a medio llenar, se está a gusto. Comienza la entrega de premios; Sonia sube, recoge el suyo y avanza hasta apoyarse en el piano. Tan pasota como siempre, en su mundo, sólo le falta dar un bostezo. Me río en bajito. Comienza el concierto.

En primer lugar toca un muchachito pequeño, nervioso por la difícil tarea de abrir la sesión. Se equivoca algunas veces, pero no por ello deja de mostrar su calidad. Aplausos cuando termina. Alvaro y yo preparamos nuestros cachivaches para grabar la siguiente actuación, que es la que más nos interesa, mientras aplaude la gente para recibirla.

Se sienta al piano. Parece transformada, como si fuera una niña-adulta, con una madurez impropia a la que jugaba hace apenas unos minutos en el camerino. Sólo la posición ante el teclado lo delata. Comienza a tocar. Y allí, con el móvil inmóvil en la mano, grabando, escucho un Mendelssohn tocado con enorme perfección, con una calidez inaudita, salido de los dedos de una niña pequeña: los bajos resonando con la intensidad adecuada, los agudos cantando suaves y profundos, las pausas en su sitio, perfectamente escuchadas, un gran piano, un Steinway, a los pies envueltos en manoletinas de un retaquito juguetón.

Termina de sonar. Se oyen aplausos y "bravi". Me vuelvo a mirar a su madre, le cojo de la mano y... comienzo a llorar. Yo nunca he llorado en el concierto de nadie. Jamás. Mi auto-control, enfermizo o no, nunca me ha dejado. Y en esta ocasión alguien ha sido capaz de sacar de mí algo que necesitaba salir, sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo.

Alvaro y Carmeli me miraban; Álvaro me abrazó por los hombros mientras yo intentaba no hacer más pucheros. Estábamos felices por Sonia, inmensamente felices, porque va a ser una pianista impresionante, porque ella sea como es, y porque nosotros tengamos la suerte de disfrutar a su lado.

Después, mientras seguía el concierto, escribí a Alvaro un mensaje para el móvil:

"Hace muchos años, viendo una final del concierto de Santander, me prometí no dejar nunca el piano, pasara lo que pasara. Ahora Sonia me ha traído de vuelta esa sensación y esa promesa."

Cuando lo leyó, no dijo nada. Sólo volvió a abrazarme con una sonrisa en la cara. Horas después me contestaba con otro mensaje, que guardo para mí por no ser yo su autora, pero que fue broche de oro para una tarde inolvidable.

No sé cómo lo haré, pero sé que lo haré: volveré a tocar para que no esté "suspensa" jejejeje...

(Omito el millón de payasadas que estuvimos haciendo Sonia y yo después del concierto, en la plaza, como si ambas tuviéramos esos once años. ¡Qué risas! Vamos, que nadie me lo quita de la cabeza: lo mejor de los conciertos es el rato de después.)




No hay comentarios: